La muerte de un compañero , por Gervasio Sánchez
Cuando se cumplen 10 años de la muerte del periodista Miguel Gil Moreno en Sierra Leona, Gervasio Sánchez lo recuerda.
Estoy seguro de que el peor momento de mi vida profesional lo viví el 25 de mayo de 2000, hace hoy justo 10 años. Por la mañana temprano entré en la morgue de Freetown. Allí, sobre una losa de mármol, yacía el cadáver de mi compañero Miguel Gil Moreno , muerto en una emboscada el día anterior junto al periodista estadounidense Kurt Schork.
Me quedé petrificado durante los primeros minutos. Sentí ganas de llorar, de gritar, de irme. Después empecé a sudar mientras miraba aquel cuerpo inerte. Estaba obligado a memorizarlo todo aunque sólo deseaba despertar de lo que parecía una pesadilla.
Mi deber era ejercer de familiar cercano a pesar de que me da miedo la muerte desde que era un niño. Tendría que contestar a preguntas más tarde. Preguntas que llegaron dos meses después cuando Pato, la madre de Miguel, me interrogó a solas sobre el estado de su hijo. Quería las respuestas que necesita cualquier madre e intenté dárselas. La habían convencido de que no valía la pena abrir su ataúd antes de enterrarlo en Vimbodí (Tarragona).
Sabemos las circunstancias de su muerte y la de Kurt. Los relatos de los compañeros sobrevivientes fueron muy certeros. A la una y media de la tarde del día anterior, un grupo fuertemente armado de la guerrilla del Frente Revolucionario Unido (FRU) emboscó un convoy militar en el que iban integrados los dos coches conducidos por los periodistas cerca de Rogberi, un cruce de caminos situado a 90 kilómetros de la capital.
Parecía una zona controlada por las fuerzas militares progubernamentales, pero los territorios comanches de las guerras siempre son móviles y los hombres armados aparecen detrás de cualquier punto como ocurrió aquel día.
El ataque fue demoledor y duró varias decenas de minutos. El coche de Miguel fue alcanzado por parte de la carga de un lanzagranadas ARPG7, especializado en vehículos blindados. El periodista barcelonés murió en el acto igual que su compañero Kurt, que conducía el otro vehículo, alcanzado por un balazo en la frente. Otros dos periodistas, el fotógrafo griego Yannis Behrakis y el cámara de televisión Mark Chisholm, sobrevivieron a la emboscada que también costó la vida a otros cuatro soldados sierraleoneses.
«Esa carretera a Masiaka es una locura. Habrá una desgracia», me dijo Miguel unos días antes cuando le expliqué que intentamos avanzar por ella para conocer el paradero exacto de la guerrilla. Dos días antes de su muerte había tenido que convencerle de que se viniese a cenar con Ramón Lobo, Javier Espinosa y conmigo. Su obsesión por el trabajo y su búsqueda de la perfección periodística imposibilitaba que se tomase un pequeño descanso. Pero aquella noche hizo una excepción y posiblemente haya sido una de las cenas más divertidas y relajantes que recuerdo.
La última vez que le vi vivo fue a la mañana siguiente. Quería saber qué había pasado con unos cascos azules guineanos desaparecidos en tierra de nadie. Recuerdo que estaba un poco malhumorado porque se le habían pegado las sábanas. Me invitó a acompañarle, pero yo tenía otros planes. Dos años antes habíamos trabajado juntos en Kosovo, en el verano de 1998. Con Miguel me hubiese ido al fin del mundo.
Porque medía cada paso que daba, conocía los riesgos de un trabajo muy especializado en el que sobra vanidad y falta pasión y jamás hacía locuras. Porque siempre elegía la ruta más segura para llegar a un lugar aunque fuese la más larga. Porque llegaba el primero a un lugar conflictivo y se quedaba hasta que ya nadie le prestaba atención. Porque podía trabajar semanas y meses seguidos sin descansar un solo día.
Aunque la noche de aquella última cena se atrevió a confesar que llevaba demasiado tiempo yendo de un lugar a otro sin domicilio fijo «con mis cosas en casas prestadas de Barcelona, Londres y Abidjan». Ya se planteaba frenarse un poco y buscar un lugar fijo de residencia. «Vente al Pirineo aragonés que es un lugar muy cómodo y relativamente barato para vivir», le aconsejé.
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